PROFECIAS BIBLICAS ¿ realidad o ficcion )
  LAS APOLOGIAS DE LA INQUISICION Y EL NUNCA MAS
 
LAS APOLOGIAS DE LA INQUISICION Y EL NUNCA MAS Sus contradicciones y proyecciones dogmáticas actuales Dr. Alberto R. Treiyer Los horribles crímenes de la Edad Media en los que participaron tanto religiosos como civiles son para muchos una etapa superada que nunca más volverá. La institución del papado que propició los tribunales represores del Santo Oficio de la Inquisición ha pedido recientemente perdón por esos crímenes del pasado, aunque sin involucrarse como institución en la responsabilidad de tales crímenes. A pesar de la incongruencia que algunos resaltan en la dicotomía entre “iglesia” e “hijos de la iglesia” que el Vaticano presenta para eximir a la Iglesia Católica de toda culpa en los “posibles” abusos de sus “hijos”, la mayoría pareciera entender que ese pedido de perdón formal es suficiente para sepultar un pasado bochornoso en la historia de la humanidad. Más allá de las dudas que muchos han manifestado sobre la sinceridad del perdón pedido están, además, las proclamas actuales de “libertad de conciencia” que efectúa el papado hoy, y el trasfondo filosófico de su “nunca más” prometido. A pesar de tales proclamas y promesas, permanecen inalterables los mismos principios y argumentos que se dieron en lo pasado para justificar sus principios represores. No hay nada mejor, pues, que comparar esos argumentos que asumen los apologistas actuales de la Inquisición, con la lucha que ha entablado el papado romano a favor de los “derechos del hombre”, para descubrir que los presuntos aires de cambio no se han dado en Roma, ni se están dando. Los mismos criterios medievales que usó para ejercer su supremacía durante tantos siglos siguen en pie. ¿Hay necesidad de volver sobre este punto que mereció la condena de los tribunales civiles de nuestra civilización occidental desde hace ya más de 200 años? El jesuita Malachi Martin reconoce, en referencia a la Revolución Francesa, que “los mayores poderes seculares del mundo impusieron al papado doscientos años de inactividad” política, The Keys of his Blood (Simon and Schuster, New York, 1990), 22. Si tenemos en cuenta el espíritu de vindicación que muchos han emprendido recientemente en la Iglesia Católica para defender sus instituciones medievales, nuestra respuesta debe ser afirmativa. Sumado a esto, tenemos que recordar que “los que se niegan a leer la historia están condenados a repetirla.” En efecto, los que valoran realmente la libertad adquirida a costa de tanta sangre, después de tantos siglos de opresión religiosa, no pueden quedarse quietos como si pensasen que esa libertad pudiese mantenerse para siempre y por sí sola. Deben dar la voz de alarma viendo cómo lenta pero seguramente, solapada y persistentemente, los mismos principios que suprimieron la verdadera libertad de conciencia han resucitado bajo un nuevo disfraz, y amenazan con hacer tambalear el fundamento de las instituciones democráticas que la garantizan. I. El dilema de los apologistas. Nuestra crítica a los apologistas se basará en la obra de F. Ayllón, El Tribunal de la Inquisición. De la leyenda a la historia (Fondo Editorial del Congreso del Perú, Lima, 2000), debido a que recoge todos los argumentos básicos que se han dado para vindicar esa institución. A pesar de pretender Ayllón ser objetivo, cualquiera que lea realmente su obra llegará conmigo a la conclusión de que la suya es netamente apologética. En una franca y agradable conversación que tuve con él en su oficina, en el museo de la Inquisición de Lima del cual es director, me dijo que desde hace medio siglo se está quitando a los estudios de la Inquisición todo aspecto religioso en busca de objetividad, tocándose únicamente sus aspectos políticos. Le respondí: “¿Cómo puede pretenderse la objetividad histórica quitándose de la Inquisición su carácter esencial, el religioso?” Es admirable tanto esfuerzo desplegado en su libro para mantenerse fiel a ese objetivo, sin poder lograrlo plenamente, ya que nadie puede substraerse totalmente a los datos históricos que demuestran que tal empresa está destinada al fracaso. No obstante, Ayllón transformó el museo de la Inquisición de Lima en una especie de apología del crimen, en donde los guías no hacen sino repetir el libreto apologético de la Inquisición que él les dictó. La lógica y la razón de todo el mundo civilizado se ha puesto, en general, del lado de la condenación de los tribunales religiosos que llevaron a la hoguera a tanta gente por razones de conciencia. Mientras que todos aceptan que es el deber de los magistrados civiles castigar el crimen, el problema aparece cuando se pretende ir más allá y legislar sobre la conciencia individual. Siendo que el Santo Oficio centró sus esfuerzos sobre este último punto, terminó ganándose la condenación general de la civilización moderna. Ante este hecho, ¿cómo es posible que todavía haya, y con más insistencia, quienes busquen ya comenzado el siglo XXI, vindicar por todos los medios la obra criminal de los tribunales religiosos medievales? La única explicación posible es de orden dogmático. En el fundamento de todos los esfuerzos por defender la obra del Santo Oficio se encuentra la doctrina católica de la infalibilidad. Si la Iglesia es infalible, entonces lo que hizo el Santo Oficio no puede ser malo, y lo que se ha dicho de ella tiene que tratarse de una calumnia o “leyenda negra” para lograr su desprestigio. La infalibilidad según el nuevo catecismo católico. Para entender mejor esta problemática, será conveniente leer esta doctrina directamente del nuevo catecismo romano, que sin fundamentar bíblicamente la doctrina católica de la infalibilidad, la establece para los católicos en los siguientes términos: “Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y de costumbres” (890). “El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta infalibilidad... cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles... proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral... La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo episcopal cuando ejerce el magisterio supremo con el sucesor de Pedro... Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina” (891) que comprende “la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia”, ya que “están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros” (95). En este contexto, se recalca que los fieles “tienen el deber de observar las constituciones y los decretos promulgados por la autoridad legítima de la Iglesia” (2037). La infalibilidad según los apologistas de la Inquisición. Que este sea el problema más significativo que tienen los apologistas católicos actuales de la Inquisición, a la hora de considerar la obra del Santo Oficio, trasunta de sus propias declaraciones. “El cristianismo no es sólo la religión de un libro... Otros pilares fundamentales del catolicismo [son] las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, los sacramentos, los ritos y tradiciones de la iglesia. La Religión Católica, entendida así..., es el producto mismo de la Revelación de Dios”. Contrariamente a estas aseveraciones, debemos recordar que el cristianismo es la religión de un libro, la Biblia. A los fariseos Jesús les dijo: “Erráis ignorando las Escrituras…” (Mat 22:29), y declaró que ellas dan testimonio de él (Juan 5:39). San Pablo declaró también que “nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Cor 3:11). Los verdaderos cristianos son “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo Jesucristo [no Pedro, ni los presuntos padres posteriores de la iglesia, ni la tradición romana] la piedra angular” (Ef 2:20). Pedro mismo confirmó esta verdad cuando reconoció que Jesús es la “Piedra viva, reprobada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios”, “la Piedra angular” del edificio de la iglesia (1 Ped 2:4,7). Sin el testimonio de Jesucristo que anunciaron los profetas y dieron los apóstoles, nadie podría ser edificado. De allí la advertencia de Pablo cuando afirmó que “como perito arquitecto” él puso “el cimiento”, y advirtió que todo lo que se busque edificar encima de ese fundamento que no sirva, no permanecerá (1 Cor 3:10-15). “Se seca la hierba, se marchita la flor, pero la Palabra de Dios permanece para siempre” (1 Ped 1:24-25). Volvamos a los argumentos que usan los que procuran vindicar el proceder del Santo Oficio, en relación con el tema de la infalibilidad que no pueden traspasar, y las implicancias que tal doctrina tiene para la libertad de conciencia. Según se afirma: “La Iglesia, como depositaria de la fe, actúa como celosa guardiana de la Palabra de Dios, basándose para ello en las Sagradas Escrituras, las tradiciones de la Iglesia y los aportes de los Padres de la Iglesia. Es por ello que los católicos han aceptado y aceptan aún hoy..., la que consideran voluntad divina, sin margen alguno a la posibilidad de que sus miembros discrepen de los puntos en que la doctrina está claramente manifiesta. Estos, en todo caso, sólo pueden autoexcluirse de la Iglesia o, en caso contrario, hacerse merecedores de su separación o excomunión con todas las implicancias que tales determinaciones acarrean” (41-42). Con semejantes argumentos, es comprensible que los apologistas procuren justificar la razón de ser de una institución tan despiadada como lo fue la Inquisición para erradicar a los que, a conciencia, no podían aceptar la fe católica. Su legitimidad está sancionada, según lo admiten, por todo ese presunto depósito de la revelación divina que incluye los decretos emitidos por el Magisterio de la Iglesia Católica Romana en toda su historia. “El Manual de los Inquisidores, el cual se convirtió en el texto de consulta más utilizado por los tribunales inquisitoriales…, no inventa nada… No hay una sola línea… que no remita a los textos conciliares, bíblicos, imperiales o pontificios. Ni una sola reflexión personal que no esté basada en pasajes de la Escritura o de la patrística. Ni una sola argucia teológica no justificada por la autoridad de Santo Tomás de Aquino o de algún gran teólogo… Si existiera la neutralidad—y la inocencia—en materia de compilación de textos jurídicos o teológicos, Eimeric [el autor del manual] sería neutral—e inocente” (71). De esto se deduce que torturar física y mentalmente, perseguir despiadadamente y desheredar aún a los hijos, así como matar a todo aquel que osase contradecir ese cúmulo de tradiciones y documentos imperiales y pontificales tan ajeno al espíritu de Cristo, es legítimo para un católico consecuente cuando las circunstancias así lo permiten. “La Religión Católica no es concebida ni vivida como el producto de la elección de unos creyentes… Los dogmas católicos son expresiones de” la “Voluntad Divina, no de la libre elección de unos hombres… Por eso jamás podrá tolerar ni la herejía que niega las verdades reveladas [entiéndase enseñanzas de la Iglesia Católica], ni que se las someta… al progreso… de los razonamientos humanos y de las experiencias religiosas” (162-163). “La Religión Católica tiene como carácter determinante el ser una Verdad Revelada por Dios a los hombres. Al tener tal condición no puede ser cambiada por la libre decisión de los seres humanos... Vista en su complejidad, la herejía posee una triple naturaleza: desde el punto de vista político, es un acto subversivo...; desde una óptica jurídica, constituye un delito de lesa majestad, cometido contra Dios, la sociedad y el estado; y, desde una visión teológica, es el más grande pecado cometido contra Dios mismo” (342). En estos criterios expresados sin ambages puede verse que la doctrina católica de la infalibilidad papal excluye la libertad individual, ya que es el Magisterio de la Iglesia el que termina haciendo de conciencia de otros. Mientras que, en lo que respecta a la ley divina, podemos estar de acuerdo en que no puede ser cambiada, ningún magisterio eclesiástico tiene la autoridad del Señor de quitar la vida a los que no la obedecen. De allí es que los líderes de la Iglesia Romana sientan que les corresponde ocupar el lugar de Dios y de Cristo para hacer lo que ni siquiera el Padre y el Hijo hacen. Se erigen en conciencia social de los pueblos y naciones, al punto de negarles, cuando tienen la oportunidad o el poder, el derecho o libertad de pensar por sí mismos. De este proceder deriva el que la conversión al catolicismo romano, realizada bajo el doble lema de la espada (del poder civil) y la cruz (de la religión), fuese irreversible. “El objetivo principal del accionar del Tribunal… fue el control de los cristianos nuevos, la verificación de la autenticidad de su conversión” (114). “Si regresaban al culto hebreo se convertían en apóstatas, en cuyo caso se harían acreedores de las respectivas sanciones inquisitoriales. Igual cosa ocurría con los católicos que renunciaban a su fe y la trocaban por otra” (114). “El Santo Oficio… procesaba a católicos… que renegando de la fe retornaban a sus cultos o llevaban un catolicismo aparente” (166-167). “El éxito histórico alcanzado en su cometido por el Tribunal del Santo Oficio… es prueba de la fortuna del método” ya que logró “introducir en la conciencia de los súbditos de la Monarquía Católica y de sus vecinos lo incuestionable de la eterna victoria sobre el error de la verdad religiosa en que se sustentaba su programa político… El éxito del procedimiento inquisitorial se hacía finalmente patente en forma de invencible miedo frente a su autoridad, tutora de conciencias, bienes y famas” (236). ¿Puede justificarse semejante proceder represivo de los inquisidores en el único fundamento que nos ha sido dado, la Biblia? “Al que viene a mí”, declaró Jesús, “no le hecho fuera” (Juan 6:37). “Yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a su casa, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc 3:20). En todos estos pasajes y en toda su obra, vemos que el Señor apela a la conciencia, pero sin procurar doblegarla. No fuerza a nadie a venir a él, ni a abrirle la puerta. No pasa por encima del libre arbitrio de aquellos a quienes quiere salvar. Estableció las cosas de tal manera que nadie fuese obligado a seguirlo. Esta es la esencia del amor de Dios, quien sólo puede aceptar un servicio libre y nacido del amor. “El que no ama”, dijo San Juan, “no conoce a Dios, porque Dios es amor”, y “el perfecto amor hecha fuera el temor” (1 Juan 4:8,18). II. Alternativas apologéticas. El dilema católico que aparece entre la presunta infalibilidad de sus dirigentes y la constatación de sus crímenes contra la humanidad, lleva a los apologistas de la Inquisición a expresarse a menudo en forma contradictoria. Por un lado, tratan de fundamentar y justificar la obra del Tribunal en la verdad revelada que la Iglesia Católica pretende poseer. Por el otro, no pueden evitar reconocer sus horribles crueldades y procuran palear los hechos restándoles trascendencia, o procurando echar sobre otros la culpa de su proceder tan cruel, inclusive sobre los mismos inocentes condenados. Pero, ¿pueden realmente encontrarse razones para limpiar la obra del Santo Oficio de sus hechos más horrorosos del pasado? Así lo pretenden los apologistas de la Inquisición. Consideremos las principales alternativas que buscan para ello. 1) Culpar a la época. Si el Manual de los Inquisidores se basó en el legajo infalible de la revelación que recibieron de la tradición y de los documentos conciliares, imperiales y pontificales, ¿qué razón habría en procurar probar que los métodos de extorsión y tortura inquisitoriales se practicaban antes del establecimiento del tribunal del Santo Oficio y, por consiguiente, eran culpa de la época, no de la Iglesia que vivió en esa época? ¿De quién es heredera la Iglesia Romana? ¿Lo es de la Palabra de Dios o, contrariamente, del imperio romano pagano que la precedió, con todas sus leyes y metodologías represivas para subyugar las conciencias de los pueblos y de las naciones sobre las que ejerció su autoridad, y que el papado romano aún sobrepasó en su crueldad? Los historiadores modernos, según arguyen los apologistas, no tienen autoridad para juzgar una institución histórica como la del Santo Oficio, porque lo hacen con criterios y parámetros modernos de juicio y conducta que son ajenos a los que se tenían en el medioevo. “Cometen el gravísimo error de traspasar sus propios prejuicios cuando no sus ideologías, teorías jurídicas o doctrinas, al Consejo de la Suprema y General Inquisición” (11). “A los investigadores del siglo XX les es difícil evaluar los procedimientos judiciales del Santo Oficio a menos que los juzguen exactamente de acuerdo con el sistema judicial y la estructura ideológica del catolicismo del siglo XVI” (517). Con este argumento, los apologistas reconocen implícitamente que la época en que vivimos—plasmada por la liberación protestante y secular, —es mejor que la medieval que la precedió—plasmada por la esclavitud moral y espiritual católica romana, ya que no permitía a los hombres pensar y obrar de acuerdo a una conciencia libre. A pesar de este reconocimiento, procuran vindicar por todos los medios la generación monárquico-católica medieval y hasta lamentan, de a momentos, el triunfo de los tiempos modernos (561ss). Inclusive, cuando les parece oportuno, condenan esta generación moderna con la del medioevo. El juicio de una generación sobre la otra. Pero, ¿qué es lo que pretenden los apologistas de la Inquisición? ¿Que nos convirtamos al catolicismo romano del medioevo, con todos sus abusos y atropellos humanos, para poder entender su accionar? ¿Será que, a menos que nos convirtamos a la intolerancia de la monarquía y de la iglesia que operaron juntas negando la libertad de conciencia individual, debemos declararnos incompetentes de juzgar la obra del Santo Oficio? Nuevamente, esta pretensión de restar autoridad a una generación para juzgar a la que la precedió está reñida con el testimonio de los evangelios. Jesús declaró que en el juicio final, los hombres que vivieron en una época juzgarán y condenarán a la otra, no como una entidad impersonal, sino en los hombres que le dieron su carácter. Y en el caso del medioevo, por más esfuerzos que haga, la Iglesia no puede librarse de su carácter protagónico en el uso de la fuerza que se empleó. Jesús dijo, en efecto, que: “La reina del Sur se levantará en el juicio con los hombres de esta generación, y los condenará… Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán” (Luc 11:31-32). Hoy podemos decir también que Jesús y los apóstoles se levantarán en el juicio y condenarán a los hombres que plasmaron la época medieval por no revelar en absoluto el carácter de amor que requirió el Señor, y que los evangelios expresan en las siguientes palabras. “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os maltratan y persiguen. Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que envía su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen lo mismo los paganos?” (Mat 4:44-47). “Amad, pues, a vuestros enemigos…, sin esperar de ello nada, y vuestro galardón será grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno aun con los ingratos y malos” (Luc 6:35). Nada del proceder intolerante y represivo de los inquisidores puede encontrarse ni en los evangelios ni en las epístolas. La verdad revelada del Nuevo Testamento tampoco heredó del judaísmo del primer siglo su farisaísmo y espíritu de intolerancia religiosa manifestados para con el Señor y sus apóstoles (véase Mat 23). En lo que respecta a la suerte de los malvados, esta debía reservarse al Señor mismo para el juicio que tendrá lugar en el fin del mundo (Rom 12:14-21) . De nuevo, jamás vemos a los apóstoles procurando imponer su conciencia sobre los demás, como si intentasen ocupar el lugar de Dios. Por el contrario, nos advirtieron que en medio de la iglesia de Cristo se levantaría alguien—un poder—que procuraría ocupar el lugar de Dios en forma impostora, exigiendo la obediencia y el honor supremos que sólo Dios merece de sus criaturas, tal como lo podemos constatar durante todo el medioevo en el sistema religioso-político que implantó el papado romano sobre toda Europa (2 Tes 2:4). 2) Culpar al estado. Al tratar de culpar la época medieval por la intolerancia religiosa, se condena implícitamente—cuidan por lo general de no hacerlo explícitamente—el sistema de gobierno que la caracterizó por su unión religiosa y estatal. No obstante, la Iglesia Católica se levanta hoy para hacer con sus antiguos cónyuges—las monarquías europeas—lo que hicieron nuestros primeros padres en el Edén, luego de la caída (Gén 3). Echa la culpa de lo que hicieron al poder civil que simplemente ejecutó su parte en lo que ella, la Iglesia, determinó que hiciera. Esta contradicción de los apologistas de la Inquisición es una de las más desvergonzadas y descaradas. Constatemos esto en las palabras de Ayllón. “Creer que la Iglesia impuso a las autoridades laicas la persecución contra la herejía es un gravísimo error” (51). Sin embargo, reconoce poco después que “la primera medida pontificia conducente al establecimiento del Tribunal del Santo Oficio fue tomada por [el papa] Alejandro III en el Concilio de Letrán de 1179. Allí, pidió a los príncipes que dispusiesen medidas penales contra los cátaros” (42). “El III Concilio de Letrán recordó que la Iglesia no ejecutaba castigos cruentos pero declaró el deber de la potestad civil de reprimir la herejía” (52). En base a esto, los papas de entonces proclamaron una cruzada contra los herejes para exterminarlos (57-58). No se puede negar lo que los historiadores de todas las confesiones reconocen, con sobradas pruebas históricas, que “la Inquisición medieval fue esencialmente una institución ideada por el papado y dominada por él”. “La ubicación de las cortes de la Inquisición fuera de los poderes legislativos de los obispos locales y más allá del alcance de los poderes seculares, debía en años posteriores probar ser una astuta jugada de la Curia”. En efecto: “Durante los primeros cien años de su existencia la Inquisición siguió de cerca las exigencias temporales y políticas de la época, primero las de la Iglesia, pero, más adelante, las del Estado cuando los gobernantes seculares se percataron del enorme potencial que ofrecía una organización policial tan eficiente y leal… Durante los últimos treinta años del citado siglo (XIII), se registró un marcado incremento de los procesos póstumos de sospechosos de herejía y de herejes ricos, con grandes beneficios económicos para los inquisidores y la Iglesia”. A esto se pueden sumar las declaraciones de otros papas. Uno de ellos, Gregorio IX (1227-1241)—considerado por algunos como el creador de la Inquisición o más bien quien la llevó a su definición mayor luego de un largo proceso evolutivo en 1231—además de declararse en sus Decretales “Vicario en la tierra del mismo Dios”, y ejercer “las funciones no de mero hombre sino del verdadero Dios”, sostuvo que “el poder monárquico no es superior al pontifical, sino que está sujeto a éste y sometido a su obediencia” (Decretales de Gregorio IX, Libro 1, “De Traslationi Episcopii”, título 7, cap 3). También presumió que el papa “tiene un poder celestial y de allí que pueda cambiar aun la naturaleza de las cosas, aplicando la sustancia de una a la otra; puede hacer algo de la nada, un juicio nulo puede hacerlo real, porque en las cosas que él quiere su voluntad se acepta como razón. Tampoco nadie puede decirle: ‘¿Por qué haces eso?’ Porque él puede dispensar de la obediencia a la ley, puede convertir la injusticia en justicia corrigiendo y cambiando la ley, y tiene la plenitud del poder’” (ibid). “Se debe recordar y exhortar a los príncipes temporales, y si es necesario, se los debe obligar, por censuras espirituales, a dejar de lado cada una de sus funciones; y que, si desean ser reconocidos y mantenerse fieles... en defensa de la fe, deben hacer públicamente el juramento de que tratarán, de buena fe y con todo su poder, de extirpar de su territorio a todos los herejes señalados por la iglesia... Y si un príncipe temporal, siendo requerido y amonestado por la iglesia, descuida la purificación de su reino de cualquier herejía, que el metropolitano y otro obispo provincial lo aten con los lazos de la excomunión; y si él se rehúsa... que este asunto sea notificado en el término de un año al sumo pontífice, para que él declare a sus súbditos absueltos de su fidelidad, y permita que sus territorios sean ocupados por católicos, quienes después de exterminar a los herejes, puedan poseerlos sin oposición alguna, y preservarlos en la pureza de la fe” (ibid). En cuanto a la Inquisición Española, afirman los apologistas que se trató de una creación monárquica, para luego reconocer que fue solicitada por los reyes al papa por insistencia de los frailes, considerando “que [esa] era la única alternativa que quedaba para restablecer la plena vigencia de los valores cristianos en la sociedad” (109-111). También admiten que en los autos de fe, a los que debía asistir todo el pueblo para ver quemarse a los herejes, so pena de caer ellos mismos en la sospecha de herejía, “la muchedumbre veía a todos los notables plegarse a las órdenes del inquisidor”, revelando con ello ser “una manifestación más de la naturaleza político-religiosa del Santo Oficio hispano” (237). “Se invitaba a la población a que lo presenciase a cambio de indulgencias” [perdón de pecados] (238). Bajo tan claras admisiones, ¿cuál es el propósito de esforzarse tanto por echar la culpa de la Inquisición a la autoridad civil representada por la corona? He aquí otras admisiones más: “Hasta entonces la Inquisición había estado bajo la dirección directa o indirecta del papa” (110). “El Consejo de la Suprema…, en su funcionamiento, fue el que demostró mayor autonomía. Ninguna persona, ni siquiera los obispos ni ninguna autoridad eclesiástica o civil, podía escapar al control del Santo Oficio” (130). “El tribunal había sido creado por una autorización pontificia la cual le había dado autonomía… Los príncipes católicos… se atenían… a sus fallos ‘periciales’” (131). “La relevancia que el Inquisidor General adquiere por la jurisdicción apostólica que le trasmite el Papa…”, le daba “unas competencias que estaban, en gran medida, fuera del control de la Monarquía” (134). También se esfuerzan los apologistas en buscar pruebas que muestren que los tribunales civiles eran peores, para comparar esos hechos con casos en donde los inquisidores fueron menos crueles. Lo cierto es que lo mismo podría hacerse a la inversa. De hecho, a los apologistas mismos se les escapa a veces, la mención de casos en los que el tribunal se airaba porque los gobernantes eran más tolerantes con la herejía que los inquisidores. Extraigamos algunas de sus admisiones. “La preocupación principal de estos tiempos [medievales] fue la presencia de herejes…, quienes contaban con el respaldo de los gobernadores, a pesar de las continuas protestas del Tribunal” (553). En España, “numerosas autoridades… eclesiásticas, propusieron al rey que los moriscos” y judíos “fuesen tratados por el Tribunal con mayor rigurosidad” y, finalmente, que los expulsasen completamente y para siempre de sus dominios (263,265,269,351). “La Inquisición llegó a proponer que se presionase al papa con un proyectado concilio nacional buscando así salvaguardar el prestigio y poder real cuando no el del propio Tribunal, sacrificando para ello a un inocente” (336,377), lo que prueba que la Inquisición dependía, en esencia, del papado mismo, no de la corona. Es igualmente falso que en las “inhabilitaciones” de los herejes tocante a cargos y herencias, “la Inquisición se ceñía exclusivamente a las leyes emanadas de la autoridad civil” (187), ya que tales leyes emanaban de la eclesiástica decretada primeramente por los papas. En efecto, ya la bula del papa Inocencio IV, Ad Extirpanda, en el siglo XIII, “pretendía subordinar por completo el poder civil al Santo Oficio”. Y el papa Nicolás III, en 1280, proclamó una bula en la que ordenaba que: “una vez condenados por la iglesia,” los herejes debían ser “entregados al juez secular para ser castigados… Cualquiera que les de un entierro cristiano… no será absuelto hasta que haya desenterrado sus cuerpos con sus propias manos y los haya arrojado de nuevo… Los herejes y los que los reciben, apoyan, o ayudan, y todos sus niños hasta la segunda generación, no serán admitidos para un oficio eclesiástico… Los privamos ahora de todos los beneficios mencionados para siempre”. También el papa Pío V requirió el 1 de abril de 1569 en otra bula que era leída en cada Auto de Fe, que: “los hijos de los tales delincuentes queden y sean sujetos a la infamia de sus padres, y del todo queden sin parte de toda o cualquiera herencia, sucesión, donación, manda de parientes o extraños, ni tengan ningunas dignidades; y ninguno pueda tener disculpa alguna, ni tener ni pretender algún color o causa para que sea creído no haber cometido tan gran delito en menosprecio y odio del Santo Oficio”. Torturas realizadas antes de la ejecución estatal. Si hay tanta preocupación por culpar a las autoridades civiles de la crueldad practicada por el Santo Oficio, por qué reconocen los apologistas que “el Santo Oficio utilizó como parte del proceso inquisitorial los mismos medios que empleaban los demás tribunales de su época”? (62). Además, “las atribuciones para ejercer la justicia inquisitorial y la imposición de penas”, según admiten, “estaba concentrada en el inquisidor general,” no en las autoridades civiles (135). Debemos aclarar que las torturas sicológicas y físicas aplicadas en el procedimiento inquisitorial, tenían lugar en las cámaras secretas del Tribunal antes de entregar a los herejes al brazo secular para la ejecución final de la sentencia. Se hace imposible, ante todos estos hechos, pretender culpar al poder civil por la labor que realizaba, en esencia, el Santo Oficio. En esas cámaras secretas los inquisidores habían desarrollado la ciencia de hacer sufrir a los reos hasta el límite de lo soportable, llevándolos a la angustia y desesperación. Las víctimas así tratadas llegaban a suplicar por la muerte misma como el mejor alivio a su martirio. Y para liberar de todo remordimiento al inquisidor que aplicaba la tortura, el papa Alejandro IV ordenó que hubiese otro inquisidor para absolverlo. Juramento tomado a las autoridades civiles. Las autoridades civiles, por otro lado, no podían oponerse al Santo Oficio, so pena de caer en sospechas y ser condenadas por el Tribunal eclesiástico. El cuadro más hipócrita de una farsa sin precedentes tenía entonces lugar, en los Autos fe Fe, ya que se hacía juramentar absoluta obediencia a los tribunanes civiles encargados de ejecutar la sentencia de la Iglesia, para luego rogarles públicamente que fuesen clementes con aquellos a quienes los inquisidores mismos habían condenado. Al mismo tiempo, para protejerse de represalias civiles, en el juramento de absoluta obediencia que los inquisidores requerían al virrey, a la real Audiencia y al Cabildo durante los Autos de Fe, debían prometer también guardar “todas las preeminencias, privilegios e inmunidades dadas y concedidas a los señores Inquisidores y familiares del Santo Oficio…” “Juramos y prometemos que cada y cuando nos fuere mandado ejecutar una sentencia, sin ninguna dilación lo haremos y cumpliremos…, y que así en lo susodicho, como en todas las cosas que al Santo Oficio de la Inquisición pertenecieren, seremos obedientes a Dios, a la Iglesia romana y a los señores Inquisidores”. Luego era juramentado todo el pueblo con palabras que revelaban un tenor semejante. Un inquisidor pasaba entonces a leer la Constitución del papa Pío V, que servía de fundamentación para el juramento tanto de las autoridades civiles como del pueblo mismo. Se destacaban seguidamente cuán “gratas eran a su majestad las ofrendas de carne humana”. Finalmente venía la lectura interminable de los procesos que buscaban de igual manera, justificar la condena de los herejes. El decreto de San Pío V emitido el 1 de Abril de 1569, por el que sometía la autoridad civil al de la Inquisición, se expresaba en los siguientes términos. “Rogamos y amonestamos a todos los Príncipes de todo el orbe, a los cuales es permitida la potestad del gladio seglar para venganza de los malos, y les pedimos en virtud de la santa fe católica que prometieron guardar, que defiendan y pongan todo su poderío en dar ayuda y socorro a los dichos ministros en la punición de dichos delitos, después de la sentencia de la Iglesia. Y mandamos que a ninguno sea lícito rasgar o contradecir con atrevimiento temerario esta escritura de nuestra sanción, legación, estatuto, ostentación y voluntad. Y si alguno presumiere o intentare lo contrario, sepa que ha incurrido en la indignación de Dios Todo Poderoso y de los bienaventurados San Pedro y San Pablo”. Terminaban la lectura del excelentísimo santo Sumo Pontífice Pío V de la siguiente manera: “Por ende, Nos los Inquisidores de la ciudad de los Reyes, exhortamos y requerimos a los señores Virrey, Arzobispo, Obispos, Presidentes y Oidores de la real Audiencia que, bajo santa obediencia, guardéis y cumpláis, y hagáis guardar y cumplir la dicha Constitución, y denunciéis y hagáis denunciar ante Nos lo que supiéreis o hubiéreis oído decir acerca de lo en ella declarado. Y contra el tenor y forma de ello no paséis ni consintáis pasar, so las penas en dicha Constitución contenidas”. Tal era la independencia e inmunidad que los inquisidores tenían para con el poder civil decretada por los papas, que los inquisidores de Lima hasta se sentían libres de no acatar ningún decreto del rey a menos que viniese refrendado por la Suprema Inquisición de España. Lo insólito del Tribunal de la Inquisición fue que, a diferencia de los tribunales civiles, jamás se conformó con juzgar el hecho, sino que exigió también y bajo tormento, la confesión de la intención. Mientras que los tribunales civiles procuran respetar la conciencia del individuo, los de la Iglesia Católica se sintieron con el derecho de atropellarla y aplastarla. 3) Culpar a la población. Esta apología del Santo Oficio deriva de las dos precedentes, y tiene que ver con el doble método de la cruz y la espada que empleó la Iglesia Católica durante todo el medioevo, para evangelizar los territorios conquistados y extirpar de allí a los que rechazasen su mensaje o apostatasen. La barbarie de los pueblos a los que llegó la iglesia, y su inmoralidad requirieron, según se arguye, métodos como los que emplearon los inquisidores para regenerarlos. Para ello los inquisidores se consideraron la norma y conciencia de todo el mundo. Eran rectores de las costumbres y prácticas de la sociedad y, como tales, exigían para sí mismos todo tipo de inmunidad y privilegio de parte de las autoridades civiles. “Desde su creación el Santo Oficio estuvo eximido de todo tipo de tributos protegiéndose para ello a través de privilegios e inmunidades que sustentaban su poder” (389). “Ennoblecido de muchos privilegios y exenciones pontificias y reales…, el Tribunal del Santo Oficio… ha sido y es temido y respetado con toda veneración” (528). Fue y es justamente el secretismo tan característico de la cúpula romana que acompañó en forma especial a los inquisidores, así como sus inmunidades requeridas, lo que produjo y sigue produciendo la mayor corrupción en la Iglesia Católica. Ese presunto ennoblecimiento lo requirieron y continuan requiriendo a menudo hoy en los países católicos, todas las autoridades civiles para sí mismas, tomando como modelo a la cúpula de la Iglesia. De allí es que los países católicos viven bajo una corrupción y retraso mayores que los que se ven en los países protestantes en donde todo el mundo, independientemente del cargo civil o religioso que tenga, es igual ante la ley. La Inquisición fue necesaria, según se arguye, debido a que la moral y la fe de los pueblos conquistados—primeramente los bárbaros, luego los indígenas una vez descubierta América—eran peores. Las misiones adventistas que están diseminadas en todo el mundo, sin embargo, inclusive entre los indígenas del Perú, no necesitaron la fuerza militar ni los métodos inquisitoriales para convertir a la gente y regenerarla. El elevamiento de la moral y de las costumbres en todos los lugares de la tierra a donde han ido proviene, con notables éxitos, únicamente del esfuerzo de lograr la conversión interior sin coerciones del exterior. También arguyen los apologistas que la moral de los pueblos tiende a decaer, lo que hace necesaria una institución como la del Santo Oficio para mantener el control y alto nivel de la sociedad. Sin embargo, esa no fue la misión que Jesús dio a su iglesia. Esa misión controladora, en el terreno puramente criminal, no en el de las conciencias, corresponde a las autoridades civiles. La historia ha demostrado ampliamente que cuando la religión se entromete en los asuntos de estado, y considera que su misión es fiscalizar la acción civil, en lugar de atraer el pueblo a la religión, obtiene por resultado la mundanalización de la iglesia. El pueblo sabía que mientras pretendían corregirlos, los inquisidores se corrompían tanto o más que ellos mismos. Se cumplió al pie de la letra el principio bíblico que dice “tal el pueblo, tal el sacerdote” (Os 4:8-9). Es muy difícil que la gente pueda elevarse más allá del nivel de sus líderes religiosos. Si los testimonios históricos que nos llegan sobre la inmoralidad del clero y de los inquisidores en aquella época fue tan grande, en épocas en las que hablar significaba exponerse a castigos, torturas, confiscaciones y ser quemado en la hoguera, ¿cuánto más testimonios no nos habría traído la historia si aquella hubiera sido una época como la nuestra, en donde es más difícil mantener el secretismo y la inmunidad que siempre exigieron? Con todo, nos llegan testimonios por demás abrumadores sobre la inmoralidad que se vivía durante la Edad Media. Los testimonios de los viajeros sobre la inmoralidad del pueblo es unánime en describir a España como la más corrupta de toda Europa. Si la Inquisición era rectora de conciencias y tenía como propósito limpiar las sociedades con sus métodos crueles, ¿qué papel desempeñó realmente que no pudo mejorar la moral pública, sino por el contrario, debió abandonarla a una degradación moral incalculable? “¿Qué interesaba a los inquisidores? Para los teólogos no era tan grave la fornicación, pecado de la carne, como la intencionalidad del que lo cometía. Vivir en pecado con una mujer era más o menos malo y escandaloso; proclamar, en cambio, que vivir así no era pecado constituía un crimen. En esta línea, la Iglesia ha tolerado la prostitución... porque, a pesar de seguir su carrera, las prostitutas descargan la conciencia en la confesión. Por lo mismo, la Inquisición solamente perseguía a aquellas personas que mantenían que no era pecado la libre práctica del amor”. Una presunta legitimación popular de la Inquisición. Al mismo tiempo que resaltan la inmoralidad del pueblo como causa y justificativo del establecimiento y proceder inquisitoriales, los apologistas buscan pruebas sobre una presunta popularidad del Santo Oficio como “fuente de su legitimidad” (563). Mientras que por un lado buscan culpar a la época y al estado por los crímenes realizados, haciendo de la Inquisición, contra toda documentación histórica, una institución de carácter más estatal que religiosa, buscan por otro lado justificar y legitimar su accionar en el respaldo civil. La excusa de la presunta legitimación popular de la Inquisición la usaron los apologistas para justificar, a su vez, los principios totalitarios que usó la Iglesia contra los musulmanes, judíos y protestantes en los territorios católicos. Justificando su accionar en la búsqueda del “bien común” de la mayoría, se volvieron intolerantes para con toda otra expresión de fe y conciencia. Esto es importante guardar en la memoria, porque nos será necesario traerlo a colación cuando consideremos los argumentos actuales que esgrime el papado para la unión de las iglesias y la clase de libertad de conciencia y religión que reclama. Pruebas de su impopularidad. Volvamos, sin embargo, a la consideración de la popularidad invocada del Santo Oficio. ¿Quién puede afirmar que un tribunal tan déspota, sanguinario y cruel, con tantos poderes e inmunidades absolutistas, y amenazas tan definidas y excluyentes como las que emitían, fuese grandemente popular? Aquel que no aprobaba ni asistía a los Autos de Fe con la consiguiente quema de herejes, sabía perfectamente que iba a ser el siguiente procesado por el Tribunal. ¿Cómo, pues, puede argumentarse que la población no vivía bajo el constante temor y horror de caer víctimas de su accionar? Existen, en efecto, sobradas pruebas históricas para demostrar lo contrario. Manifestaciones de repudio pupular se dieron contra la Inquisición tanto en su imposición inicial como aquí y allí durante su gestión y especialmente en su clausura. Consideremos primero, las admisiones salpicadas, tal vez inconscientes, de los mismos apologistas sobre esta verdad. “La inicial indiferencia de la población… se convirtió, gracias a la acción de los inquisidores, en gran popularidad” (537). Un inquisidor “originó el estallido de una revuelta en Córdoba el 6 de octubre de 1506… Los locales de la Inquisición fueron asaltados y liberados los presos que se hallaban en sus celdas” (271). El “carácter reservado del proceso inquisitorial así como, en general, de las actividades de la institución, generaba una mezcla de temor, curiosidad e intriga en la sociedad, dando margen a las más descabelladas historias en la intimidad de los hogares” (225). “Una dificultad adicional fue la oposición de diversas autoridades—tanto civiles como eclesiásticas—al accionar del Tribunal porque sentían que les recortaba sus prerrogativas, atribuciones y dignidades. Esto dio lugar a innumerables conflictos” (539). “En diversas oportunidades los inquisidores tuvieron enfrentamientos con otras autoridades tanto reales—incluyendo a los propios virreyes—como eclesiásticas.” Ante el temor de represalias civiles “los inquisidores, en los pregones callejeros que anunciaban el auto de fe del 30 de noviembre de 1587, prohibieron llevar armas en el día de la ceremonia, medida que no correspondía a sus competencias ni atribuciones” (476). En el sur de Francia, “los herejes solían contar con el apoyo de los nobles” (49). “En el norte de Italia, la resistencia de las ciudades dio lugar a la intervención… del Papa Honorio III, quien logró… la firma de un acuerdo de paz, el 26 de marzo de 1227, en el que las autoridades de la ciudad se comprometían a respetar las constituciones imperiales [que respaldaban los decretos papales acerca de la Inquisición]. Ello significaba la aceptación de la pena en la hoguera para los herejes” (59). “En noviembre de 1811 una rebelión popular exigió violentamente la abolición del Tribunal” (557). “Las demostraciones de júbilo y el asalto a sus instalaciones cuando se abolió [tanto en España como en América], prueban un odio contenido” (563). Debemos recordar que antes del establecimiento del tribunal de la Inquisición medieval, los tribunales episcopales ya utilizaban formas distintas de inquisición. Al igual que los tribunales civiles, los obispos utilizaban dos formas para tratar las causas criminales, la accusatio y el denunciatio. Un tercer método de represión eclesiástica, el inquisitio, “lo adoptaron luego los gobernantes seculares y se convirtió en el procedimiento normal contra los herejes” luego del Concilio de Verona en 1184. Fue precisamente la convicción de ser esa inquisición episcopal no lo suficientemente rígida, la que llevó a los papas a imponer la inquisición pontificia y monástica. Y el rigor con el que buscaron implantarla provocó resentimientos aún entre los obispos, que no podían imaginarse un organismo eclesiástico tan terrible en medio de la cristiandad. Hay testimonios de quejas continuas en el S. XIV por la brutalidad de los crímenes cometidos por el Santo Oficio. En efecto, “los ejemplos de rechazo popular de la Inquisición eran bastante comunes en Europa”. El celo inquisitorial del papa Paulo IV lo hizo “extremadamente impopular entre sus propios súbditos de los Estados Pontificios, y en la población”, a tal punto que cuando el papa agonizaba, la gente salió a la calle a liberar a los prisioneros de la Inquisición en abierta rebelión, de una manera semejante a lo que ocurrió no hace mucho en varios países comunistas al caer su régimen totalitario de gobierno. En Sicilia se la impuso en 1487, produciendo continuas quejas por los métodos crueles usados para obtener confesiones. Como resultado de las quemas en la hoguera que debieron presenciar en un auto de fe, el mismo “parlamento siciliano protestó vigorosamente”. En 1516 la gente “se sublevó contra el vicerregente y los inquisidores y envió un embajador al futuro emperador Carlos V pidiéndole la supresión del Santo Oficio. Carlos replicó con una carta solicitando firmemente ‘la restitución del citado Santo Oficio en este reino…’, y escribió al papa diciéndole que la Santa Sede no debía aceptar quejas contra la Inquisición de Sicilia”. En Nápoles “a la gente no le daba miedo protestar”, lo que hizo que la Inquisición fuese continuamente y por mucho tiempo resistida. “Nápoles se había resistido firmemente a que se instaurara la nueva Inquisición. En 1510 el pueblo se había rebelado contra la noticia de que los gobernantes españoles iban a introducirla. En 1544, Carlos V lo intentó de nuevo, pero la idea fue rechazada por los nobles napolitanos”. “La población se sublevó tres veces cuando trataron de imponerle el tribunal. Al mismo tiempo, la Inquisición jamás consiguió penetrar en el ducado de Milán, exceptuando breves y celosos períodos. De modo parecido, los intentos de imponerles la supremacía católica a los Países Bajos durante el reinado de Felipe II provocaron protestas violentas y revueltas contra la Inquisición. En 1566, las fuerzas protestantes de Flandes exigieron la supresión del Santo Oficio que allí actuaba y el fin de la propaganda pública contra la herejía”. En Alemania, el despótico inquisidor de Margurgo, quien no vacilaba en condenar a los sospechosos e inocentes, aduciendo que Dios conoce quién es inocente y quién no, y que el Señor sabría decidir su suerte después de muertos, fue asesinado en 1233. La resistencia popular fue tan grande que le fue imposible a la Inquisición establecerse allí en el siglo XIII. En España también hubo “quejas continuas” por el empleo tan cruel de la tortura por parte de la Inquisición. Es justamente este aspecto “del procedimiento inquisitorial, la tortura, el que más dificultades ha causado a los apologistas, y hay pruebas sobradas de que su empleo estaba tan extendido y era tan frecuente en la Inquisición medieval como en la española de los siglos XVI y XVII, cuya fama es aún peor”. Todo esto prueba que no podemos culpar a la época, ni al estado, ni a la población por los horrendos crímenes cometidos por la Inquisición. La gente fue atropellada de una manera brutal, y aunque se resistió como pudo al principio, con cierto éxito en algunos lugares, se vio finalmente doblegada y esclavizada sin poder contar con recurso alguno para librarse de tamaña tiranía. Durante los largos siglos en que operó el Santo Oficio, tampoco encontramos que la sociedad haya mejorado como resultado de su labor. El que los pueblos germanos que invadieron y poblaron a Europa a mediados del milenio anterior hubiesen sido “bárbaros”, no podía servir de excusa para que permanecieran como tales por un milenio y medio. Por el contrario, el proceder del Tribunal reveló ser peor aún que el de los antiguos césares. La diferencia estuvo, tal vez, en que en lugar de ver leones y gladiadores que devorasen a los inocentes en los circos, la gente fue forzada a presenciar actos mas horrendos de quema en la hoguera en los autos de fe. “Románticos e ilusos han celebrado la Edad Media como una edad de oro. Nunca fue la Edad Media lo que se ha dicho de ella. Nunca fue esa vida piadosa de los hombres, esa unidad de Estado e Iglesia, esa armonía en la economía y en la vida de las clases sociales… La concepción medieval del universo no dio la paz a los pueblos occidentales, ni tampoco pudo impedir las sinrazones y las violencias en la vida diaria… Desenvolviose por doquiera una división de clases y estamentos con rigurosa jerarquía, con servidumbre del débil bajo el fuerte, con inseguridad en la vida continuamente amenazada por robo y pillaje, con desenfrenados instintos en los grandes como en los pequeños. El número de las mujeres que en la Edad Media fueron sencillamente muertas o brutalmente repudiadas por sus maridos, desde los príncipes hasta los aldeanos, es infinito; y cuando el Derecho regía regularmente, este Derecho era verdaderamente bárbaro en la imposición de la pena. “La Iglesia no consiguió educar en una vida ideal ni a los legos ni a sus propios servidores. La crónica escandalosa de la Edad Media en lo referente a los clérigos y claustros es de una considerable extensión. El Estado y la Iglesia no condujeron a la Humanidad a su salvación, sino que se complicaron uno y otra en cuestiones y discusiones, y aun choques, que condujeron al envenenamiento de la vida y a desmedidas pretensiones de ambas partes. En estas luchas y sus consecuencias arruináronse el imperio y el pontificado de la Edad Media”. 4) Culpar a los herejes que condenaban. Los apologistas de la Inquisición se han quejado de la presunta “leyenda negra” que los historiadores modernos han tejido en torno a esa institución. En su lugar, han tratado de tejer una leyenda negra sobre los inocentes a quienes la Inquisición condenó como herejes. Mientras que por un lado pretenden objetividad en la obra inquisitorial (208,302), por el otro deben reconocer el proceder injusto y calumnioso que a menudo proyectaron sobre las verdaderas motivaciones de sus reos. En esencia, el foco de atención de la Inquisición se centró mayormente sobre los Cátaros y Valdenses, sobre los Protestantes, sobre los brujos, sobre los judíos y sobre los moros musulmanes. Nos corresponde considerar ahora, por consiguiente, la leyenda negra que tegieron los inquisidores en torno a ellos. a) A los Cátaros, Albigenses y Valdenses. La calumnia contra estos grupos que surgieron al comienzo del segundo milenio y se remontan, en verdad, a tiempos más remotos, fue levantada por los mismos inquisidores a partir del S. XII. Los Valdenses lograron sobrevivir en lo alto de los Alpes y valles del Piamonte, dejándonos así más documentos que vindican sus creencias. Los Cátaros, en cambio, cuyo centro mayor lo tuvieron en Albi, fueron totalmente exterminados y masacrados por las cruzadas papales, y sus escritos destruídos. Los historiadores modernos, en el caso de ellos, no han hecho más que repetir el informe calumnioso de los inquisidores, para justificar el terrible crimen que la Iglesia Católica cometió contra ellos. En esa época no existía todavía la imprenta, por lo cual resultaba fácil destruir lo que se escribía. No obstante, algunos pocos manuscritos de los cátaros se escaparon de la quemazón inquisitorial, y han sido en tiempos recientes, objeto de estudio y consideración. Aunque tuvieron algunos concilios para tratar de aunar sus creencias, esos manuscritos son suficientes para probar que fueron objeto de grandes calumnias. Esa fue una de las épocas en donde, como lo reconocen los historiadores católicos también, la inmoralidad y pomposidad del papado romano y su curia llegaron a extremos jamás alcanzados antes. Si los cátaros y los hombres pobres de Lión, así como los valdenses, fueron objeto de tanta furia por parte del papado romano, se debió a que denunciaban esa opulencia romana, contrastándola con una vida más sencilla que vivieron tomando como modelo a Jesús, el fundador del cristianismo. Calumnias inquisitoriales contra los cátaros. No tenemos espacio aquí para tratar en detalle las difamaciones de las cuales fueron objeto los cátaros por el Santo Tribunal. Nos contentaremos, pues, con mencionar lo esencial de la defensa que ellos hicieron en esos manuscritos sobre sus verdaderas creencias. En síntesis, se los condenó: 1. Como maniqueos (dualismo de dos dioses eternos e iguales, uno bueno y otro malo). Contrariamente, “los cátaros nunca declararon que los dos principios eran ‘iguales’,” sino que sólo uno, del bien, que es de Dios, es eterno; el de Satanás es perecedero. 2. Por creer que este mundo lo creó el diablo, y estaba bajo su dominio. Se defendieron contra los que “nos dirigen críticas malvadas” y “nos atacan por ignorancia” en este punto, diciendo que creían que “Dios creó todas las cosas”, excepto el mal cuyo autor es el diablo, a quien Dios creó, y el cual será destruído según lo enseña la Biblia. Si el reino milenial de Cristo que pretendía asumir la Iglesia Católica, no fuese realmente el de Satanás, “no estaría jamás consagrado a una tan grande corrupción”. 3. Por considerar malo al Dios del Antiguo Testamento, y bueno al del Nuevo, además de afirmar ser ridículas y mentirosas todas las Escrituras, exceptuando los evangelios. Contrariamente, los escritos de los cátaros muestran que creían que Dios era el autor de toda la Biblia, y la difundían en una época en que el clero romano la escondía. Ningún texto cátaro que se conozca afirma esta calumnia. 4. Por negar la trinidad, y que Jesús fuese el Hijo de Dios. Por el contrario, los escritos cátaros están llenos de declaraciones que muestran que creían que Jesús era el Hijo de Dios, así como su creencia en la trinidad. 5. Por negar la encarnación y resurrección corporales de Jesús, lo que de nuevo, sus manuscritos desmienten. 6. Como “destructores de la familia”, oponiéndose al casamiento y la procreación de hijos. Por el contrario, las familias de los albigenses se caracterizaban por tener muchos hijos. En cuanto al celibato, lo aconsejaron solamente para los predicadores del evangelio, siguiendo el consejo de Pablo en 1 Cor 7:32-34,38. 7. Por ser vegetarianos, pero no porque promoviesen el ascetismo. 8. Por asaltar en bandas a centros poblados y a viajeros. Contrariamente, los cátaros declararon que “Jesucristo… no enseñó a… exterminar a sus enemigos en este mundo temporal: al contrario, les ordenó hacer el bien, … cómo deben perdonar a los que los persiguen y calumnian, orar por ellos, hacerles bien, jamás resistirlos por la violencia, como se ve que hacen únicamente los verdaderos cristianos que cumplen las Santas Escrituras por su bien y por su honor”. 9. Porque negaron varios dogmas católicos que no tienen fundamento bíblico, de la misma manera en que lo hicieron tres siglos más tarde los protestantes. “Negaron que la Iglesia de Roma era la Iglesia de Cristo”, afirmando en cambio que “San Pedro nunca vino a Roma, ni nunca fundó el papado”. También afirmaron que “los papas fueron sucesores de los emperadores, no de los apóstoles”, que la iglesia romana era la prostituta Babilonia del Apocalipsis, el clero una sinagoga de Satanás, y el papa el anticristo anunciado por la Biblia. Atacaron la doctrina del purgatorio, las indulgencias y la adoración de los santos y de las reliquias o imágenes, la confesión auricular al sacerdote, el agua santa o bendita, la señal de la cruz, etc. No creían en el sacrificio de la misa, ni en la presencia real de Cristo en la hostia. Declararon, usando las palabras de Jesús, que las iglesias romanas eran “cuevas de ladrones”, y que los sacerdotes católicos eran “traidores, mentirosos e hipócritas”. b) A los fraticelli y a los caballeros templarios. La orden de los franciscanos, así como la de los dominicos, fue fundada por los papas en la época de los cátaros para, por un lado contrahacer el voto de pobreza que éstos cumplían en contraste con la lujuria papal, y por el otro exterminarlos. No obstante, ya antes de la muerte de Francisco de Asís, los franciscanos se dividieron porque muchos de ellos captaron la falsedad de la misión que se les encomendó, rompiendo una de esas órdenes con la Iglesia romana y fundando “una iglesia alternativa con sus propios sacerdotes y obispos”. Pues bien, los inquisidores identificaron erróneamente a los fraticelli, un sector o grupo de los franciscanos que quería fundar su fe en los evangelios, con esa‘llamada tercera orden de franciscanos’ que se separó de la iglesia. Si hoy resulta difícil todavía definir a los fraticelli, se debe también a que “otras órdenes religiosas marginales se aglomeraron al amparo de su nombre, además de atribuírseles nombres e ideas que poco tenían que ver con ellos”. El papado los persiguió por dos siglos, mandando a miles de ellos a la hoguera, y condenando en el año 1323 aún “el propio concepto franciscano de la pobreza”. También los caballeros templarios fueron detenidos a partir del 13 de octubre de 1307 en Francia, acusados de corrupción por el inquisidor general, aunque se trataba del deseo codicioso de quedarse con sus propiedades por las que se pelearon tanto el rey de Francia, Felipe el Hermoso, como el papa Clemente V. Valiéndose de la tortura les arrancaron confesiones que los asimilaron a los cátaros, a los brujos y a la herejía en general, producto de “una extraordinaria sarta de tonterías” y “ciertamente exageradas, cuando no totalmente inventadas…, nacidas de la desesperación y la tortura…, hasta que resultó virtualmente imposible separar la verdad de la ficción”. Miles de ellos fueron también condenados a morir en la hoguera. c) A los brujos y hechiceros. Mientras que por un lado, los papas e inquisidores destruían a los cátaros con cruzadas de exterminio y extensas matanzas en masa que culminaban en la hoguera, por el otro se volvían indulgentes con la brujería. El espiritismo y la hechicería se habían extendido en los conventos y órdenes monásticas, en gran parte fomentados por la creencia griega no bíblica de la inmortalidad del alma y su consiguiente invocación de los difuntos (santos). Aún un buen número de papas inquisidores llegaron a practicar la hechichería. Según lo prueban las cartas pontificias y otros documentos, todas estas prácticas ocultas no eran aisladas, sino que estaban muy extendidas en el clero de aquella época. “La Propia Iglesia medieval era percibida como una ‘vasta reserva de poder mágico… Prácticamente cualquier objeto relacionado con el ritual eclesiástico podía asumir un aura especial a ojos del pueblo’”. Una vez que acabaron con los cátaros y casi totalmente con los valdenses, los papas inquisidores buscaron en la brujería una excusa para continuar la labor de exterminio inquisitorial. Pretendiendo ser como hoy, la norma y conciencia moral de todos los pueblos, los inquisidores y papas terminaron condenando lo que practicaban de una manera semejante a lo que había hecho el antiguo rey Saúl (1 Sam 28). El temible inquisidor de los brujos, llamado Nicolás de Remi, quien mandó a la hoguera en quince años a más de 800 magos y brujos, confesó en 1600 que “él mismo servía al diablo desde su adolescencia”, y luego de ser torturado, fue condenado también a la hoguera. El papel de los protestantes para con la brujería. Los protestantes aparecieron en escena más de dos siglos después que la Iglesia Católica iniciase una guerra de exterminio de brujos. A pesar de los principios de libertad que descubrieron y proclamaron, como el de la libertad de conciencia individual, algunos de ellos no fueron capaces al principio de desprenderse totalmente de la herencia que habían recibido de la iglesia romana en materia de represión y condena de brujos. Por otro lado, en España los inquisidores se entretuvieron más con los judíos y moros que con los brujos y hechiceros. De allí que los apologistas de la Inquisición procuren hoy resaltar su “benevolencia” en contraste con las quemas de brujos tan impresionantes que se dieron en los otros países de Europa. No parecieran prestar atención al hecho de que la mayor quema en la hoguera de brujos fue de origen y desarrollo católicos. Un ejemplo notable del trato diferente dado por los protestantes y humanistas a muchas personas con enfermedades mentales que eran tratadas y condenadas como brujas durante los siglos XV-XVII, se vio en Alemania (Johann Weyer, 1515-1588), Francia (Filipe Pinel, 1745-1826), Inglaterra (William Tuke (1822-1832), y en USA (Benjamín Rush, Dorothea Dix, Clifford Beers, desde 1745 en adelante). Aunque especialmente en Europa, sus libros fueron despiadadamente criticados y erradicados tanto por la Iglesia como por el Estado, probaron que un tratamiento humanitario volvía menos violentos a muchas personas acusadas como brujas, y mejoraba enormemente su comportamiento. Rush fue llamado el padre de la psiquiatría en USA. La responsabilidad de los papas inquisidores. Hoy se considera, en efecto, que la codificación de manuales de brujería por parte de los inquisidores, con “la iconografía moderna del diablo”, bajo diferentes formas de animales salvajes como perros, cerdos y gatos, lejos de extirpar la demonología, lo que hizo fue más bien fomentarla. Aún los mismos inquisidores fueron llamados Domini canes, “perros del Señor”. Al difundir tales manuales crearon una imaginación enfermiza en la gente del medioevo. El terror y la imaginación popular hicieron que se sospechase, denunciase y condenase a la hoguera y otras formas de tortura a miles de viudas y solteronas indefensas, ancianos y hombres solitarios, que poco o nada tuvieron que ver con la brujería. De esta forma, los inquisidores convirtieron la hechicería “en un fenómeno de dimensiones enormes que tuvo aterrorizada a gran parte de Europa durante casi tres siglos”. Y en ese terror, “el mismo infierno” era buscado como “un abrigo, un asilo contra el infierno de la tierra” que habían creado los inquisidores. “Según cálculos dignos de confianza, entre 200.000 y un millón de personas, principalmente mujeres, murieron durante la manía de las brujas que se apoderó de Europa en los siglos XVI y XVII”. “El Santo Oficio tuvo que ver con la institucionalización de la brujería a finales del siglo XV y cómo era capaz de crearla, allí donde no existía, valiéndose de la tortura, de interrogatorios inteligentes y de presiones psicológicas”. En la mayoría de los casos, “los ‘demonios’ eran los inquisidores que encauzaban los pensamientos y temores relativos a ‘brujas’ hacia respuestas establecidas de antemano”. “La bula de Inocencio VIII Summis desiderantes affectibus…, confería autoridad pontificia” al Malleus Maleficarum (manual de brujería de la Inquisición), demostrando “de una vez para siempre que la Inquisición contra las brujas contaba con la plena aprobación del papa y de esta forma abrió la puerta para los baños de sangre del s
 
   
 
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